SALVADOR, RAEL / GARCÍA MEJÍA, HÉCTOR (FOTOGRAFIAS)
Hay una versión anterior a nosotros mismos.
No son pocos los libros antiguos que hablan de Jim Morrison, de ahí también que se equipare su imagen con la de Alejandro Magno y su discurso con el de Sófocles. Y uno se pregunta: ¿Qué batallas, qué triunfos, qué conquistas fueron las de sus noches saturnales en este planeta?.
Quien ha tomado -con todos los honores- el veneno de la fama, poco puede hablar de a libertad que lo glorifica.
Morrison supo entender de la filosofía de Platón un aspecto erótico que emanó como miel rancia en la política de la posguerra. Se podría decir que Morrison correlacionó el fanatismo contradictorio del Estado -en la turbia manifestación presente de lo lerdo, lo ordinario, lo cínico, lo criminal y lo vulgar- con los virtudes provocadoras del alma. Observó, en el ideal de una moral decadente, un nuevo "romanticismo": el de Jean-Paul Sartre, quien abanderó una caravana que partió del Café Le Flore en París y prosperó -vía New York Beat- en San Francisco, esquina con Los Ángeles.
El Existencialismo que, después de Kerouac -en un clima de festiva epopeya, en los años 50 y 60-, coleó como desprendido apéndice de lagarto.