Kafka vivió acosado por los temores y por la conciencia del sino de su propia fatalidad inexorable. Casi todas sus obras, como las agitaciones de su vida, aparecen circundadas por esta bruma asfixiante, un rasgo que lo ha ubicado entre los precedentes del existencialismo. Situado, como estaba, dentro de un laberinto amurallado por aprensiones, sus escritos constituyen el reflejo de su medio sofocante, tanto del gueto exterior como del interior, de la certidumbre de saberse cercado por una autoridad superior a sus fuerzas y a su voluntad. La vocación de escritor se convirtió en su razón de ser, acaso en un ejercicio vital. La literatura lo condujo hacia un torturante refugio, angustioso, atormentado, pero refugio al fin. La problemática de Kafka, en la que cohabitan lo absurdo y lo insospechado, y su compleja simbología se han vuelto necesarias para comprender al ser humano actual, enmarañado en las redes de una sociedad apoltronada entre la autoridad y la técnica, el automatismo y el tedio, el temor y la angustia, la soledad y la violencia.
