Para Sherlock Holmes no existieron nunca las mujeres, sino "la mujer". A sus ojos todas se eclipsaban y eran vencidas por una sola: Irene Adler. Sin embargo, no sintió amor por ella; pues el amor, como toda otra pasión, no podía anidar en un alma fría, serena y fanática por el método. Siempre supo escudarse en su indiferencia para analizar las ajenas pasiones, y creía que una sensación violenta era en el observador concienzudo como un grano de arena en el acero de una máquina de precisión. Pero, a pesar de estas creencias y de esta hostilidad al sentimiento, Holmes confesó que Irene Adler era para él mucho más admirable que los más admirables hombres. Hacía algún tiempo que no nos veíamos. Mi reciente boda, las dulzuras de la luna de miel y las cavilaciones de un nuevo estado y de una nueva obligación nos habían separado. Por otra parte, tampoco Holmes cuidábase mucho de buscarme, y, bohemio incorregible, permanecía en el cuarto de Baker Street resolviendo problemas, haciendo experimentos químicos o entregándose a las fantasías de la cocaína y la morfina. La modorra del veneno y la actividad del análisis se disputaban aquella naturaleza compleja y extraña.
