Fue el año en que dejé a mis padres, a unos cuantos amigos inútiles, a una chica que le gustaba decir a todos que estábamos casados, y me mudé a la capital, doscientos kilómetros río abajo. El verano había concluido con tropiezos. Tenía diecinueve años y mi idea era trabajar en los muelles, sin embargo, cuando me presenté, el hombre tras el escritorio dijo que me veía flaco, que regresara cuando tuviese más músculos. Hice cuanto pude para disimular mi decepción. Había soñado con irme de casa desde que era niño, desde que mi madre me enseñó que el río de nuestro pueblo fluía hasta la ciudad.